miércoles, 25 de febrero de 2009

Peripecias de los Bertotti

—¿Sabés cuál es el problema de Kirchner? —le decía el Caio a la hermana, con aire de superación.
—¿Los ojos? —adivina la Sofi.
—Además de los ojos.
—No.
—Que nadie sabe cómo se escribe Kirchner. Ése es el problema.
—Por eso acá siempre gana Perón —dice la Sofi, qué ternura de chica.
—Claaaaro —chupa el mate Caio—. Pe--rón. Más fácil echále agua. Y por eso a Yrigoyen lo mataron, era más fácil matarlo que embocarle las y griegas. Lo mataron los periodistas.
—¿Cuándo lo mataron a Yrigoyen? —se sorprende la Sofi, abriendo los ojos como el dos de oro.
—Hace como mil años, vos ni habías nacido... Yo era re pendejo.
—Alfonsín era fácil de escribir y sin embargo papá lo odia —dice la Sofi.
—Sí, Alfonsín es un caso sensacional.

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—Che, Clau, mirá cómo se llama el presidente de Polonia —y le señala al Caio para que lea.
—¡Qué bestia! —dice el Caio mirando de cerca— ¡Ni una vocal tiene el hijo de una gran puta!
—A ése en cualquier momento lo matan, ¿no?
—Ya lo deben haber matado —dice el Caio—. Ese Clarín es viejo. Por eso los yanquis son re prácticos: todos los presidentes se llaman Bush, que se escribe rapidísimo. Un día uno se llamaba Kennedy y le cascotearon el auto hasta que se terminó muriendo. Desde ahí son todos Bush.


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—¿Usted qué hace Nonno con los remedios —le digo esta mañana—, les da un uso o los tiene en cautiverio?
—¿Per qué, te molesta —me dice, haciéndose el boludón.
—Es que cualquier día se me viene abajo el botiquín y van a tener que llamar a los bomberos para sacarme de los escombros.
—É importante tenere tutto lo remedio a mano —me tercia—, perque niente se capiche cual cossa pó reventare adentro di'uno.
—Pero mire lo que guarda acá, Nonno —le contradigo, con argumentos, mientras reviso la colección—, ¿para qué quiere un frasco de Aceite Vomitivo Larrañaga que venció en el ‘59?
—Il vinchimento farmacolóchique é un tequemaneque di la multinachionale —me dice.
—¿Ah, sí, no me diga?
—Persupu. Li póneno data di vinchimento pa que compremo un frasco nuovo y gastemo chirola. ¡Non caduca niente, lo remedio! Nessuno caduca —y se acerca para informarme, como en secreto—: Lo yogure tampoco caducan, Mirtitte, si tranfórmano en ricotta.
—Yo lo quiero ver a usted si se me come un yogur caducado lo que le pasa en la barriga, Nonno —le digo.
—¿E para qué te pensá qui guardo il Vomitivo Larrañaga? Il Nonno será bucólico pero non é pelotuddo...
—Bulímico –le corrijo.
—Y ése quién é.
—El que se mete los dedos.
—Il que se mete lo dedo é putto.
—¡No me enloquezca, don Américo, que es temprano! —lo freno, porque sinó no terminamos más— ¡Yo lo único que le digo es que si no me pone orden en el baño mañana le regalo toda esta mugre al Hospital Dubarry!
—Má Mirtitte, bacá un cambio —se me ofende—, non grité cossí q'ío sonno chenchíbile.


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Hace muchos años don Américo se fue a su habitación a hacer la valija más triste de su vida. Su madre, a la que nunca más iba a ver, le dijo antes de que el hijo partiera: "Nunca traiciones tu origen milanés, Américo, y jamás te irá mal en la vida". El pequeño cruzó el Atlántico con esas palabras en el alma y no se las olvidó nunca. Cuando dos meses después pisó tierra firme, el 20 de junio del '43, tenía diez años y lo primero que lo sorprendió de Buenos Aires fue el silencio. Era la primera vez en media vida que no escuchaba el estruendo de las bombas de la guerra. Llegaba el niño solo, desde Milán, hambriento y con el pelo hasta los hombros. Y se encontró muy pronto con el primer problema: para trabajar había que cortarse el pelo, para ir a la peluquería había que tener con qué, y para tener con qué había que trabajar. Argentina era un pueblo de pelicortos; las modas europeas no aterrizaban tan alegremente como ahora.
En el puerto escuchó un rumor: había una peluquería en La Boca que cortaba a los inmigrantes gratis, con una sola condición que debía cumplir el cliente de palabra, sin firmar papeles. Y para allá se fue el pequeño Américo. El barbero, un criollo enorme, le dijo que efectivamente le hacía el favor de raparlo si él prometía que desde ese día, y para siempre, sería incondicional de un club de fútbol que se llamaba Boca Juniors, y que para más datos era el equipo de los amores de más de la mitad de los argentinos.
El jovencísimo Américo, sorprendido por tan buen negocio, juró solemnemente sobre las páginas de la revista El Gráfico que siempre sería xeneixe. Lo juró como sólo puede jurar un chico hambriento: de verdad, para toda la vida. Y Américo salió de la peluquería a la media hora, sin un pelo en la cabeza y con dos colores nuevos en el corazón.
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—¿Yo? —dice, sorprendida, y lo mira cómplice a mi marido
— Yo soy la sirvienta, señora Mirta.
Me río:
—¡Nosotros no tenemos ni tendremos nunca sirvienta!
—¿Ah no? —me dice la yegua
— ¿Qué es esto que tengo en las manos, señora Mirta?
—Ropa sucia —le digo.
—¿Usted cómo me paga?
—Por semana.
—¿De qué nacionalidá soy?
Me muerdo los labios.
—¿De dónde soy? ¡Responda!
—Paraguaya... —contesto, sabiendo que he perdido la pulseada.
—Todo dicho —me dice, y se va moviendo el pandulce—. Si me permite, voy a poner el agua para el señor don Zaca.
Mi marido hace el gesto de darse vuelta, pero lo freno a tiempo:
—¡Zacarías, si vos te das vuelta a mirar ese culo yo te juro que te parto la cara! —le digo.
—¡Qué carácter de mierda! —me dice y se enfrasca otra vez en la sección deportes.
Es increíble las maneras que tiene la vida de avisarte que ya no sos tan tan pobre como antes. De que sos un poquito menos miserable... Del cielo te cae sirvienta. ¡Mirálo vos al Kirchner, qué atento!

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