Por Gabriel Pérez Barberá *
Es imposible en pocas horas poder leer con detenimiento tan extenso fallo. De todos modos, ya pueden extraerse algunas conclusiones, más bien contextualizadoras, respecto de lo ocurrido con esta sentencia. Lo primero que llama mi atención es la conformación de su mayoría (y de su minoría). Como estoy de acuerdo con la decisión mayoritaria, y dado que no sólo ejerzo mi profesión como juez sino también como académico en la universidad, no deja de ser gratificante para mí advertir que la mayoría ha estado
conformada, para decirlo de algún modo, por la fracción más académica –y por tanto más técnica– de la Corte. El prestigio y la trayectoria universitaria y bibliográfica de los jueces Zaffaroni, Highton y Lorenzetti desde ese punto de vista es ampliamente reconocido. Y que con ellos esté también Petracchi, el juez firmante de los mejores votos mayoritarios de la primera etapa de la Corte democrática (y de las mejores disidencias en tiempos aciagos), es también algo que no parece casual y que fortalece más todavía la autoridad moral del voto mayoritario. Es decir: no se trata de cualquier “4 a 3”. La mayoría ha sido ajustada, pero está representada por la parte más técnicamente formada de la Corte. A nadie, por tanto, le será sencillo objetarla, ni moral ni jurídicamente.
La otra reflexión que me surge en lo inmediato es la siguiente: ¿puede ser institucionalmente correcto que la decisión final acerca de la viabilidad de una política pública quede en manos de un tribunal? Personalmente creo que para las decisiones más importantes de la sociedad, con alcance colectivo amplio, la última palabra debería tenerla el legislador. Es decir, frente a la declaración de inconstitucionalidad de una ley de esa clase, el Poder Legislativo debería poder insistir con su posición, con una mayoría especial, tal como lo plantea la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. De lo contrario, la tan mentada supremacía de la Constitución deviene en mera supremacía del Poder Judicial por sobre los demás poderes del Estado. Y ello no es consistente con un Estado democrático de derecho, por ser el Poder Judicial el menos legitimado democráticamente de todos los Poderes estatales.
El argumento, tanta veces esgrimido por la Corte Suprema, de que el sistema vigente se justifica para asegurar al ciudadano o a las minorías la protección de sus derechos contra la eventual arbitrariedad de “mayorías circunstanciales”, no sólo es inidóneo como justificación (porque adopta como razón precisamente lo que se critica: el “argumento contramayoritario”), sino que muestra además cuánto arraigo tiene en nuestra cultura constitucional la convicción de que es correcto que las decisiones más trascendentes para la sociedad queden en definitiva en manos de unas pocas personas sin mandato popular. Las que, por lo demás, en la toma de esas decisiones es obvio que actúan no sólo en virtud de razones jurídicas, sino también en función de criterios seguidos por los otros poderes del Estado (cálculo político, para decirlo con una expresión breve), pese a que ese cálculo no forma parte formalmente de sus mandatos funcionales y, por tanto, ni siquiera tienen que dar cuenta de él a la sociedad.
Por lo demás, históricamente, las minorías que –a partir de la idea de control judicial de constitucionalidad pergeñada en EE.UU. a comienzos del siglo XIX– quisieron ponerse a salvo de esas “mayorías circunstanciales” no eran personas socialmente vulnerables, sino aquellas que conformaban el más fuerte núcleo de poder económico en ese país. Proteger con el Poder Judicial al genuinamente vulnerable de mayorías arbitrarias es, desde luego, posible y deseable. Sólo requiere alguna creatividad en la organización del acceso al recurso judicial y en la generación de procedimientos diferenciados según la clase de actor. De lo contrario se cae en un uso o bien ingenuo o bien cínico (según las circunstancias) del argumento de la igualdad ante la ley.
Imagínese por un momento el escándalo moral y político que hubiese generado una mayoría inversa a la conseguida. Pues bien: que un tribunal (aunque sea el de última instancia) pueda impedir una política pública aprobada por amplias mayorías parlamentarias es, ante todo, algo que el actual sistema constitucional en el reparto de poderes permite. La necesidad de repensar ese reparto y la de modificar alguna vez la Constitución en consecuencia es la principal lección que, hoy, me deja lo ocurrido.
* Profesor titular (por concurso) de Derecho Penal en la Universidad Nacional de Córdoba. Juez de la Cámara de Acusación de Córdoba.